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Vivir con obesidad: así era mi día a día con 180 kg

Con 1,84 m de estatura y 180 kg de peso, cada día empezaba con una cuesta—literal y figurada. Intentaba dormirme a las 22:00 para rascar descanso, pero el despertador sonaba a las 5:30–5:50 y el cuerpo se sentía como si no hubiera dormido: espalda, cervicales y tobillos gritaban. Subir a la azotea me disparaba las pulsaciones y, a veces, el sudor. En el espejo no veía a la persona que sentía que era por dentro; a veces me resultaba alguien desconocido. No desayunaba en casa: ya en la oficina me tomaba un café con leche y leche condensada (generosa), y con eso arrancaba un día que, casi siempre, me dejaba sin batería mucho antes de la noche.

Mañanas sin descanso: dormir mal y empezar agotado

Dormir era dar vueltas y negociar con el reloj. Al levantarme, el cuerpo estaba rígido, como si hubiera dormido en una cama sin colchón. Estirar en la ducha era un ritual para “despertar” las cervicales. Un gesto tan simple como subir a la azotea me subía las pulsaciones y a veces me hacía sudar. Ese primer tramo del día ya venía lastrado por la falta de sueño, y mentalmente me repetía que hoy, quizá, sería distinto… pero la inercia pesaba más.

Trabajo y cuesta arriba: sudor, dolor y vergüenza

El trayecto al trabajo no era el problema; la cuesta hasta el almacén sí. Llegaba con falta de aire y, al volver a la oficina, el sudor me pasaba factura: marcas en la ropa, piel pegajosa, incomodidad constante. Las tareas que más me costaban eran organizar la mercancía y distribuir material entre departamentos: esfuerzo físico + calor = más sudor. No me obsesionaba el qué dirán; he sido siempre seguro y no doy valor a opiniones de quien no admiro. Aun así, trabajar incómodo te va comiendo por dentro.

Tardes en familia: cuando el cansancio gana terreno

A las 15:00 salía del trabajo con la mitad de energía menos. Ducha rápida y a las 16:00 salíamos mi pareja, mi hijo y yo a sus actividades hasta las 17:30. Al salir, él quería parque, sacar al perro de la tía o tirar a la canasta. Yo ya iba arrastrándome. Me dolía ceder tareas que disfruto—bañarlo, preparar la mochila, la cena—porque no tenía fuerzas. Hubo un día clave: me pidió sacar la canasta y le puse una excusa para quedarme tumbado mirando el móvil. Fue la primera y la última vez; ese día se me rompió algo por dentro.

Noches y evasión: comida, pantallas y culpa

La merienda “tipo” era un croissant de jamón y queso, una tableta de chocolate entera y un Monster azul. Por la noche, me refugiaba en el ordenador: videojuegos con amigos, vídeos, cualquier cosa para no pensar. Antes de dormir, me convencía de que si comía algo rico dormiría mejor; abría la nevera y caía “lo que fuera”. Me acostaba tranquilo, sí, pero con culpa por no haber hecho nada real para cambiar.

Lo que aprendí de vivir con obesidad

  1. Priorizarme: ponerme primero implica decir no a cosas para poder decirme sí a mí—mi salud, mi tiempo, mi vida.
  2. Tiempo de calidad: comer mejor, moverme, leer, meditar; reservar espacio diario para cuidarme cambia el rumbo.
  3. Valorar a los míos: incluso cuando yo me sentía mal o inseguro, hubo personas que se quedaron y me quisieron tal y como era.

Hoy escribo esto desde otro lugar. Si te resuena, te invito a seguir mi Cronología y a conocer mi historia. Aquí no hay recetas mágicas; hay verdad, constancia y ganas de recuperar la vida.

Esto es mi experiencia personal, no consejo médico.

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